Sucede, como es natural, que un día cualquiera decido hacer mi visita de rutina al oftalmólogo. El sujeto se sienta con elegancia detrás de su escritorio y empieza el cuestionario de rigor que en realidad le importa poco y al que desde su lecho de costumbre presta esquiva atención. Luego están los aparatos, las letras en todas formas, colores y tamaños, los lentes que hacen ver más borroso, menos borroso, menos borroso, y ahí perfecto, los párrafos que se reducen paulatinamente y un par de anotaciones en su recetario. Finalmente, el sujeto -de mirada también esquiva- extiende hacia mí la fórmula y me recuerda otra vez lo sensibles que son mis ojos a los cambios ambientales. Hace otra vez su mueca de disgusto cuando le digo que vivo feliz en México y cierra la puerta advirtiéndome seguir de manera estricta el tratamiento.
Mi formulita pequeña y débil dice que debo utilizar 2 tipos de gotas durante los próximos 4 meses. Y yo obediente las compro y a la mañana siguiente empiezo el tratamiento. Las primeras mantienen húmedos mis ojos, las segundas no sé exactamente que tipo de infección por ambiente tratan, pero a los pocos días sé claramente lo que provocan.
Me molesta la luz, ponen sensibles mis ojos y ya no soporto la lámpara que acompaña mis lecturas cada noche. Mi cabeza no tolera los rayos del sol, las bombillas, la computadora. Cuando uso las gotas mis ojos se sienten mejor, ya no arden, ya no están irritados o rojos. Pero desarrollo algo parecido a una desesperante fotosensibilidad. Luego llega el dolor de cabeza que se instala en mi vida como si fuera mi mejor amigo y noche a noche me aísla más temprano hacia en interior de mis cobijas. Un par de días después no lo aguanto más y decido comprar algo para el dolor. Al cabo de una semana lo comprendo todo y decido escribir mis propias indicaciones médicas que desde entonces sigo religiosamente:
Gotas para infecciones por ambiente en mis ojos a las 8am, aspirinas a la 1pm, lámpara a una distancia de 3 metros del libro a diario y aspirina otra vez a las 12 de la noche.
Conclusión: ¡He ido al oftalmólogo para medicarme aspirinas!
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