11 marzo 2017

Pues sí, significa morir.

           Dedicado a Heinrich von Kleist 


                               
¿Se consolará con el retrato de Mitsou que hace poco a su padre se le ocurriera garabatear? No. Había en ello como algo de... presentimiento. Y la pérdida. Porque eso sólo Dios sabe cuándo comienza la pérdida. Y esta vez es definitiva. Y es fatal.
Baltusz vuelve a casa, llora. Os enseña sus lágrimas con ambas manos:

Miradlas bien

He aquí la historia. El artista la ha contado mejor que yo. ¿Qué me resta decir? Poco.
Encontrar algo es siempre divertido. Sólo un momento antes no estaba aún allí. Pero encontrar un gato... Eso es inaudito. Porque el gato ౼y hasta ahí estamos todos de acuerdo౼ nunca entra de lleno en nuestra vida, como sí lo haría, por ejemplo, un juguete cualquiera; en el momento en que os creéis que os pertenece del todo, el gato se queda un poco fuera. Y así será siempre:

La vida + un gato,

lo cual ౼os aseguro౼ suma una cifra enorme. Perder es algo triste. Todo el rato suponemos que a eso que hemos perdido debe irle mal, que en algún momento se quebrará y acabará en la basura. Pero perder un gato... No; eso no está permitido. Nadie ha perdido nunca un gato. ¿De verdad se puede perder un gato, un ser vivo, una vida? Pero perder una vida significa morir: 

pues sí, significa morir.

Encontrar, perder... ¿Habéis pensado bien en lo que supone la pérdida? No es simplemente la negación de ese instante generoso, capaz de superar una expectativa de la que nada sabíamos. Ya que entre ese instante generoso y la pérdida siempre está eso que denominamos, con bastante desacierto ౼lo admito౼, la posesión.
La pérdida, pues, por muy cruel que quisiera ser, nada puede contra la posesión. La delimita, si se quiere, la consolida; en el fondo no es más que una segunda adquisición, pero interior ya, y mucho más intensa. 

                                                                                           

Tomado de Mitsou. Historia de un gato.
Seguido de cartas a un joven pintor. Balthus • Rilke
,
Santa Cruz de Tenerife, Artemisa ediciones, 2007, pp. 30-31.
Uno de los mejores regalos que me dieron en 2016. 



23 noviembre 2014

VENTISQUERO DE LA CONDESA.


Está la cuestión de la soledad. Pero no es como te la imaginas (si alguna vez has intentado imaginarla). Hay dos tipos de soledades esenciales: la de quienes no han encontrado a nadie a quien amar, y la de quienes se han visto privados del ser amado. El primero es el peor. Nada es comparable a la soledad del alma en la adolescencia […] Hay una palabra alemana, Sehnsucht, que no tiene un equivalente en inglés; significa «añoranza de algo». Tiene connotaciones románticas y místicas; C. S. Lewis la definió como el «inconsolable anhelo» del corazón humano de «no sabemos qué». Parece bastante alemana la capacidad de especificar lo inespecificable. El anhelo de algo o, en nuestro caso, de alguien. Sehnsucht describe el primer tipo de soledad. Pero el segundo tipo procede del estado opuesto: la ausencia de alguien específico. No es tanto soledad como la ausencia de

Niveles de vida.
Julian Barnes.

Derecho de autor de la imagen:

30 junio 2014

SIN HETERÓNIMOS


Esta soy yo.
Soy la que espera. Soy la que insiste en mirar atrás, aunque los demás consideren que es una pérdida de tiempo. Soy la que un día se marchó, pero también soy otra. Soy la chica a la que esperaron en la parada de un tren en París. Soy a la que quieren aunque la peine un tornado. Esta soy yo, la que está. Yo soy la palomita. A la que le cambió la vida mientras pasaba diapositivas. Esta soy yo, la del rostro oculto. Soy la emperatriz arumbaya. Yo soy la que, siendo niña, decidió conservar una mirada melancólica. Alegría melancólica. La del cuchillo sobre el pastel, en el pastel, en... La que miraba asombrada. La que mira asombrada. La que mirará asombrada. Soy la que sabe con seguridad quién es y quién no quiere ser. La que nunca pasará por encima nadie para conseguir lo que espera ser. Soy la del sombrero bonigracioso o graciobonito. A la que siempre podrá encontrar en Sebastopol. La que deja un regalo de bienvenida. Alejandra, Alejandra, Alejandra. Soy tres y soy una. Soy un muñeco animado y soy la niña de la bolsa. Esta soy yo, la del rostro oculto. Esta, la que ve aquí y a la que lee. Soy la que espera. Soy tres y soy una. Soy.



                      

         

                             

        


Créditos:
Las imágenes de la segunda línea son obras de Liu Ye.
La primera de la tercera línea es de la ilustradora Nom Kinnear King.
La imagen de Pablo Gallo, ya saben, es de Pablo Gallo.
La última es de mi mamá.

15 marzo 2014

A VECES LA VIDA ES TAN...

Correr y correr.
Gritar y gritar. 

Solo eso.
Gritar.




Correr para no llegar. 
Gritar para nunca ser escuchado. 
Sobrevivir. 




18 octubre 2013

TENGO UNA MUÑECA VESTIDA DE AZUL.


La Condesa de Vilches de Federico Madrazo.

Supo entender la señal que indicaba el momento en el que debía abrir los ojos. Seguía tomada del brazo de aquel hombre con el que, en medio de la penumbra, había atravesado varias salas palaciegas. Escuchó la voz que afirmaba con orgullo y pedantería: «Ningún otro pintor ha mirado con más amor, admiración y respeto a su modelo como lo hizo Madrazo al retratar a doña Amalia».
Fingiendo indiferencia, ella contestó que eso podía ser cierto, pero que nadie había pintado azules como los que pintaba Patinir, y que había algo en el vestido que... Y mientras las palabras salían de su boca,  pensó en lo mucho que le gustaría ser la mujer de quien se dijeran tales cosas. Se imaginó cómo sería ser mirada con esos ojos. 
Él fue consciente que su comentario escondía lo que sentía por ella, pero no era el tipo de hombre que contara con el valor para decir una cursilería semejante. 
Los dos sonrieron frente al cuadro durante un par de minutos más. Luego, en silencio, abandonaron la sala.

   

12 marzo 2013

D DE DIBUJO, L DE LIBRO, P DE PINTURA O DE CÓMO PABLO GALLO Y YO NOS CONOCEMOS SIN CONOCERNOS.


A. Por fin he tenido tiempo de visitar a mi antiguo jefe.  El buen hombre me recibe con la misma calidez y afecto de siempre. Saluda feliz y emocionado, y luego de unos minutos, me dice que la profesora X, a quien no conozco personalmente y con la que sólo he intercambiado un par de correos electrónicos, me ha enviado su más reciente libro. Dice que me lo envía con cariño y que sabe que en él encontraré un texto que será de mi interés. Recibo el libro y, después de algunos minutos más de conversación, salgo un poco desconcertada de la que, hasta hace unos meses, también fuera mi oficina. Abro el libro. Lo reviso con ansiedad y asombro, intentando entender cómo alguien que no me conoce puede conocerme, cómo puede saber qué me interesa. Repaso el índice en el que aparecen nombres como Nikolái Gógol, Carson McCullers y Clarice Lispector, entre otros que me gustan pero no llenan la expectativa de un regalo como ese. Llego al último capítulo y sonrío. Ahí está el extraño y melancólico Robert Walser. Sigo sin entender cómo ha logrado saberlo, pero sé que era a ese capítulo al que se refería la señora X. Le agradezco mentalmente y guardo el libro en mi bolso. 

B. Llevo un par de días dándole vueltas a un asunto sobre el que quiero escribir, pero, para variar, no sé bien cómo hacerlo. Mientras eso sucede, me avisan que por fin podré ver el libro en el que colaboré hace algo más de un año. Voy a buscar mi ejemplar cuanto antes. Lo tomo con una desbordante ilusión que se desvanece un minuto después al ver la desastrosa portada en la que parece que un hombre estuviera siendo atacado por una decena de libros. Pienso en todas las conversaciones que he tenido sobre la belleza de los libros. Pienso en el contenido, pero también en todos los elementos que pueden "hacer" a los libros buenos y bonitos libros. Imagino grandes portadas, ilustraciones y pinturas históricas. Pienso, suspiro y guardo el libro en mi bolso.

C. Miro, repaso y vuelvo a admirar su trabajo. Me gusta imaginarme cómo llegó a interesarse en la literatura. Invento su voz y una conversación en la que me cuenta su historia. Leo esa bonita entrada en su blog sobre la pintura de la mercería coruñesa que, curiosamente, se llamaba Veracruz. Invento el día en el me dice que ha decidido hacer para mí una nueva "Lectora buscando un pasaje", y que quiere que me siente a buscar algo en un libro de Walser. Busco a Greg Stevenson. Prefiero regresar a su página y repasar Anti-faces, El libro del voyeur, intento encontrar algo más sobre HiperHibridos. Escribo esto escuchando a Nacho Vegas mientras me pregunto por el carácter de su trazo y el ímpetu de sus pinceladas. Cierro su blog y, mentalmente, guardo sus pinturas en mi bolso.  


Lectora buscando un pasaje                                                                            Lector ensimismado
(Colección particular, 81 x 72, acrílico sobre lienzo)     (141 x 86 cm, acrílico sobre lienzo) 

            


















                                    En la cama con Chéjov (50 x 100 cm, acrílico sobre lienzo)



 
La chica que no podía dejar de leer a Sade
(50 x 65 cm, acrílico sobre lienzo)


Lectora compulsiva
(73 x 60 cm, acrílico sobre lienzo)




Lectora de sala de espera
(60 x 60 cm, acrílico sobre lienzo)


LOS RAMONES
(Ramón Gómez de la Serna, Ramón María del Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez)
Dibujo de la serie HiperHibridos


Pd. Recomiendo especialmente la serie Demasiada calma en la ciudad.

31 diciembre 2012

ESTA NO ES UNA HISTORIA DE VACACIONES, SOSTIENE ALEJANDRA.

Un día atrás casi había abandonado el equipaje dentro de una oscura habitación y me había encaminado a cumplir la cita que teníamos pactada sin que él terminara de enterarse del todo de ella. Algo me pareció ligeramente conocido, pero al final terminé por no prestarle demasiada atención, porque por aquellas calles transitaba la nostalgia de un verano que no acababa de ser del todo cálido y eso incomodaba mis inventados recuerdos. Subí por la calle del hotel y, sin mucha concentración, viré a la izquierda. Solo caminaba mientras mi mirada se dejaba ir entre una cosa y otra. Pasaba rápidamente la vista sobre los árboles y las espléndidas casas que, cerradas y semi-abandonadas, parecían ocultar tristes historias. Luego la certeza, la busqueda con algo de desesperación y casi incredulidad ante los deseados azares. El número sesenta y seis, sí, ahí estaba. El edificio en el que los visitantes debían temerle a la portera. Ahí la calle que hasta los turistas (extraños en esta zona) subían con un gran esfuerzo y que anticipaba el futuro cansancio...  
                                                                  
   
    


Han pasado más de 6 meses desde entonces y no ha habido día en el que no haya pensando cómo escribir sobre esto. No quería convertirlo en unos de esos molestos ejercicios que, al terminar las vacaciones, los profesores  nos obligaban a redactar sobre nuestras tediosas y siempre predecibles semanas de descanso. Los recuerdo con fastidio. No se podía esperar demasiado. Aventuras sin aventura en las que, los chicos que tenían suerte y algo de dinero, repetían incansablemente los días de sol que habían pasado junto a alguna piscina de cualquier pueblo cercano a Bogotá. Mi relato o dibujo (el ejercicio siempre contaba con estas dos “sorprendentes” posibilidades) con frecuencia era de los más aburridos. En mi familia no había dinero más que para ir al cementerio dos veces por año y dejar flores en las lejanas tumbas de mis abuelos. El cementerio quedaba al otro extremo de la ciudad y debíamos encerrarnos en un autobús por casi 2 horas para llegar allí. En fin, me disperso, el punto es que he pensado mucho tiempo cómo hacerlo, cómo escribir esto y creo que aún no lo tengo claro, no me siento segura. 
Cuando empecé este blog me propuse secretamente hacer público una vez por mes algo que me interesara, algo que escribiera o... no sé, cualquier cosa. Un vez por mes... Como verán no soy muy buena con los diarios, no tengo desarrollado el hábito, me cuesta trabajo. Nunca estoy muy convencida de lo que quiero contar o del para qué hacerlo.  No tengo espíritu de cronista. Me siento más cercana al alma en pena que repasa sus pasos. Sucede que hace algunos meses decidí, después del azaroso encuentro que abre este post, que intentaría introducirme en una historia que había ocurrido, literariamente hablando, mucho tiempo atrás y así sin más, continuo.        

Luego de la fatigosa caminata logré “arrastrarme hasta la parada más cercana del tranvía” y tomé uno que me llevaba hasta Terreiro do Paço. Casi enseguida de haberme apeado, subí en otro tranvía que iba hacía el castillo. Bajé “a la altura de la catedral, porque él vivía cerca, en Rua da Saudade”. Caminé por la rampa de la calle y me imaginé el momento en el que la portera (que le había preparado chuleta para cenar) abría la puerta. Después de eso todo fue turismo convencional. Vagué por las calles como podría haberlo hecho él, cené sardinas y bebí algo de vino.
A la mañana siguiente en lo único que podía concentrarme era en el clima y en el desayuno. Deseaba sentir el agobiante calor sobre el que él insistía frecuentemente. Nada de eso. La brisa era fuerte. Nada que hacer, mi construcción de recuerdos tendría algunas variantes. Salir nuevamente del hotel, virar a la izquierda, caminar una calle, encontrar Rua Rodrigo da Fonseca, cerca de Alexander Herculano. No podía estar demasiado lejos. A poquísimos pasos sobre Alexander Herculano, en el número cuarenta y siete, allí estaba, se conservaba, resistía. 
En el Café Orquídea no puedo pedir algo diferente. El mesero me trata con condescendencia porque rápidamente se da cuenta que no hablo portugués, tiene paciencia. Unos minutos después pone mi pedido sobre la mesa y es entonces cuando creo verlo sentado frente a mí. Es él o al menos es alguien que providencialmente se ha sentado ahí y me lo recuerda. Repito su rutina, y es que no puede ser de otra forma, esa limonada nadie la podría beber sin ponerle toda la azúcar disponible en el planeta, el omelette a las finas hierbas sin embargo, me decepciona un poco. 

                   

Esa misma tarde a la hora de comer elijo el café- restaurante del Rossio. Recuerdo que a él "le pareció la elección más adecuada para ellos, porque en el fondo eran dos intelectuales y aquél era el café y el restaurante de los literatos, en los años veinte había sido famoso, en sus mesas habían nacido revistas de vanguardia, en resumen, que allí iban todos, y quizá alguno siguiera yendo todavía”.





No me queda mucho tiempo, debo apresurarme. Esta sí es una mañana cálida, una mañana lo menos propicia para un café, pero ya me quedan pocos recuerdos inventados por repetir. En realidad llegar no es difícil, en días anteriores he pasado dos o tres veces frente al lugar; sin embargo, llevo conmigo el equipaje y temo no alcanzar a hacer todo antes de que salga mi avión. “Era mejor darse prisa, el (avión) saldría dentro de poco y no había tiempo que perder". Acelero el paso, casi corro. Un tranvía más y una larga caminata. El sitio es oscuro, no exactamente acogedor, pero da una idea clara de las razones por las cuales alguien lo utilizaría para encontrarse a escondidas con alguna persona y, además, queda bastante lejos del Café Orquídea y del edificio en el que funciona la redacción del Lisboa. Ninguno de los dos están allí y tampoco hay alguien que los represente o que los reemplace. No son más de las 9 y el British Bar se encuentra casi vacío. Tengo que llamar a gritos al empleado porque no hay nadie en la barra y yo no deseo irme sin tomar un café. El tipo que sirve es bastante tosco. Bebo mi café y tomo algunas fotografías con más pena que entusiasmo. 

               


                                                       



Se acaba mi tiempo en Lisboa, se acaba la novela. Camino hacia Plaça do Comércio y pienso con nostalgia en Montero Rossi, en Pereira, en Tabucchi, en Pessoa y en todo aquello que animó a viajar hasta allí. Lamento los muertos, los del libro, pero sobre todo los de la vida real. Pienso en mi abuela que ha fallecido mientras yo realizo esta travesía literaria. Pienso en despedidas... “Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado”.