Un día atrás casi había abandonado el equipaje dentro de una oscura habitación y me había encaminado a cumplir la cita que teníamos pactada sin que él terminara de enterarse del todo de ella. Algo me pareció ligeramente conocido, pero al final terminé por no prestarle demasiada atención, porque por aquellas calles transitaba la nostalgia de un verano que no acababa de ser del todo cálido y eso incomodaba mis inventados recuerdos. Subí por la calle del hotel y, sin mucha concentración, viré a la izquierda. Solo caminaba mientras mi mirada se dejaba ir entre una cosa y otra. Pasaba rápidamente la vista sobre los árboles y las espléndidas casas que, cerradas y semi-abandonadas, parecían ocultar tristes historias. Luego la certeza, la busqueda con algo de desesperación y casi incredulidad ante los deseados azares. El número sesenta y seis, sí, ahí estaba. El edificio en el que los visitantes debían temerle a la portera. Ahí la calle que hasta los turistas (extraños en esta zona) subían con un gran esfuerzo y que anticipaba el futuro cansancio...
Han pasado más de 6 meses desde entonces y no ha habido día en el que no haya pensando cómo escribir sobre esto. No quería convertirlo en unos de esos molestos ejercicios que, al terminar las vacaciones, los profesores nos obligaban a redactar sobre nuestras tediosas y siempre predecibles semanas de descanso. Los recuerdo con fastidio. No se podía esperar demasiado. Aventuras sin aventura en las que, los chicos que tenían suerte y algo de dinero, repetían incansablemente los días de sol que habían pasado junto a alguna piscina de cualquier pueblo cercano a Bogotá. Mi relato o dibujo (el ejercicio siempre contaba con estas dos “sorprendentes” posibilidades) con frecuencia era de los más aburridos. En mi familia no había dinero más que para ir al cementerio dos veces por año y dejar flores en las lejanas tumbas de mis abuelos. El cementerio quedaba al otro extremo de la ciudad y debíamos encerrarnos en un autobús por casi 2 horas para llegar allí. En fin, me disperso, el punto es que he pensado mucho tiempo cómo hacerlo, cómo escribir esto y creo que aún no lo tengo claro, no me siento segura.
Cuando empecé este blog me propuse secretamente hacer público una vez por mes algo que me interesara, algo que escribiera o... no sé, cualquier cosa. Un vez por mes... Como verán no soy muy buena con los diarios, no tengo desarrollado el hábito, me cuesta trabajo. Nunca estoy muy convencida de lo que quiero contar o del para qué hacerlo. No tengo espíritu de cronista. Me siento más cercana al alma en pena que repasa sus pasos. Sucede que hace algunos meses decidí, después del azaroso encuentro que abre este post, que intentaría introducirme en una historia que había ocurrido, literariamente hablando, mucho tiempo atrás y así sin más, continuo.
Luego de la fatigosa caminata logré “arrastrarme hasta la parada más cercana del tranvía” y tomé uno que me llevaba hasta Terreiro do Paço. Casi enseguida de haberme apeado, subí en otro tranvía que iba hacía el castillo. Bajé “a la altura de la catedral, porque él vivía cerca, en Rua da Saudade”. Caminé por la rampa de la calle y me imaginé el momento en el que la portera (que le había preparado chuleta para cenar) abría la puerta. Después de eso todo fue turismo convencional. Vagué por las calles como podría haberlo hecho él, cené sardinas y bebí algo de vino.
A la mañana siguiente en lo único que podía concentrarme era en el clima y en el desayuno. Deseaba sentir el agobiante calor sobre el que él insistía frecuentemente. Nada de eso. La brisa era fuerte. Nada que hacer, mi construcción de recuerdos tendría algunas variantes. Salir nuevamente del hotel, virar a la izquierda, caminar una calle, encontrar Rua Rodrigo da Fonseca, cerca de Alexander Herculano. No podía estar demasiado lejos. A poquísimos pasos sobre Alexander Herculano, en el número cuarenta y siete, allí estaba, se conservaba, resistía.
En el Café Orquídea no puedo pedir algo diferente. El mesero me trata con condescendencia porque rápidamente se da cuenta que no hablo portugués, tiene paciencia. Unos minutos después pone mi pedido sobre la mesa y es entonces cuando creo verlo sentado frente a mí. Es él o al menos es alguien que providencialmente se ha sentado ahí y me lo recuerda. Repito su rutina, y es que no puede ser de otra forma, esa limonada nadie la podría beber sin ponerle toda la azúcar disponible en el planeta, el omelette a las finas hierbas sin embargo, me decepciona un poco.
Esa misma tarde a la hora de comer elijo el café- restaurante del Rossio. Recuerdo que a él "le pareció la elección más adecuada para ellos, porque en el fondo eran dos intelectuales y aquél era el café y el restaurante de los literatos, en los años veinte había sido famoso, en sus mesas habían nacido revistas de vanguardia, en resumen, que allí iban todos, y quizá alguno siguiera yendo todavía”.
No me queda mucho tiempo, debo apresurarme. Esta sí es una mañana cálida, una mañana lo menos propicia para un café, pero ya me quedan pocos recuerdos inventados por repetir. En realidad llegar no es difícil, en días anteriores he pasado dos o tres veces frente al lugar; sin embargo, llevo conmigo el equipaje y temo no alcanzar a hacer todo antes de que salga mi avión. “Era mejor darse prisa, el (avión) saldría dentro de poco y no había tiempo que perder". Acelero el paso, casi corro. Un tranvía más y una larga caminata. El sitio es oscuro, no exactamente acogedor, pero da una idea clara de las razones por las cuales alguien lo utilizaría para encontrarse a escondidas con alguna persona y, además, queda bastante lejos del Café Orquídea y del edificio en el que funciona la redacción del Lisboa. Ninguno de los dos están allí y tampoco hay alguien que los represente o que los reemplace. No son más de las 9 y el British Bar se encuentra casi vacío. Tengo que llamar a gritos al empleado porque no hay nadie en la barra y yo no deseo irme sin tomar un café. El tipo que sirve es bastante tosco. Bebo mi café y tomo algunas fotografías con más pena que entusiasmo.
Se acaba mi tiempo en Lisboa, se acaba la novela. Camino hacia Plaça do Comércio y pienso con nostalgia en Montero Rossi, en Pereira, en Tabucchi, en Pessoa y en todo aquello que animó a viajar hasta allí. Lamento los muertos, los del libro, pero sobre todo los de la vida real. Pienso en mi abuela que ha fallecido mientras yo realizo esta travesía literaria. Pienso en despedidas... “Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado”.