19 junio 2011

No time

I

Esta es una vieja historia, pero es una historia que nunca he contado completa o por lo menos no desde el comienzo. Creo -si los cálculos y la memoria no vienen a fallar justo hoy-, que fue a mediados del 95 cuando se conocieron. Él y algunos de sus amigos acostumbraban pasar las tardes conversando en el negocio que por aquella época tenía mi mamá. En esos días mi hermanita terminaba el colegio y tarde a tarde sonreía cuando lo veía cruzar la calle.

Eran semanas en las que escuchaba incansablemente descripciones y opiniones sobre un joven agradable que yo aún desconocía. Eran semanas de románticos y quinciañeros comentarios que se materializaron el día que por fin lo vi cruzar el umbral y sonreír con aquella sonrisa perfecta de la que mi hermana tanto había hablado,  dando comienzo al ritual que se repetiría aquella tarde y las siguientes. La misma coca-cola, la misma marca de cigarros, la misma sonrisa. Y yo en algún rincón apenas levantando los ojos para verla feliz. 

...Luego la memoria me juega una mala pasada y mezcla recuerdos. Luego vendrían los domingos en su compañía, los tres paseando a nuestra perrita por la ciclovía, los tres comiendo manzanas acarameladas (y acabo de notar que esa fue la última vez que comí una) mientras esperábamos el autobús, los tres de paseo por la Candelaria, los tres en los cineclubes, los tres en conciertos, los tres saliendo a fiestas -con sus amigos o los míos-, los tres o los cuatro -si contamos cuando Alberto iba con nosotros- saliendo a bailar, a escuchar música en alguna casa, los tres, los cuatro, los dos. Esos meses y esos días que ahora siento tristemente lejanos e irrecuperables. 

Y aunque se me escapan algunos detalles, aún conservo la imagen del día en que mi hermana le compró aquel regalo, ese regalo especial porque él no era como los chicos que había conocido antes. Mi hermana le había comprado un par de libros que pensaba lo atraparían de inmediato. Pero lo que realmente sucedió fue que terminaron abandonados sobre una mesita y luego arrumados en otra y de ahí a un rincón hasta el momento en que finalmente yo tomé el de lomo azul y lo recorrí lentamente. En una de sus páginas Las ménades, mucho más adelante un Axolotl, algunas atrás Una flor amarilla, luego Torito, y casi al final, magistralmente La noche boca arriba.  

Eso ocurrió en el 96, eso ocurrió el mismo año en el que leí casi todos los de García Márquez porque correspondían al ciclo escolar. Fue el mismo año en el que debíamos escribir un libro y yo decidí que el mío sería una inmensa y enorme flor amarilla y blanca de la que colgaría -en forma de taza- un diminuto diccionario en el que explicaría algunas formalidades de mi gigantesca margarita. Ese fue el año en el que por primera vez supe que me dedicaría a pasar, leer y admirar para siempre aquellos objetos que hoy dan sentido a mi vida. Fue el año que contesta a las preguntas que creí lejanas y que espero no volver a escuchar ¿Por qué quiere estudiar literatura? ¿y, eso qué utilidad tiene? ¿En qué va a trabajar? Fue también el año en el que David y yo nos hicimos hermanos, y fue el año en el que empezamos a jugar al monstruo. Misma fecha en la que me encontré con su amigo Jairo para que me contara sobre sus dos incipientes semestres de universidad y sobre esa carrera que por entonces yo desconocía.

Llevo días pensando que no es realmente a Cortázar a quien debo mi amor por las letras, es a mi hermana y a David que me regalaron sin querer ese año. A David que siempre me apoyaba y que siempre confiaba en mí. A mi hermana que siempre me ha tendido su mano y me ha señalado la ruta.

En el centro mi hermanita de blanco y azul. Yo de blanco 
y rosa tomada de su mano y con la mirada perdida en el 
tiempo.
II

La irrefrenable pasión que me da aliento todos los días se generó lentamente y se consolidó muchos años después. Sin embargo, creo, -si mi memoria hoy funciona correctamente- que el olvido de David fue fundamental y es en él en quien reconozco mi primer primer paso... Ahora, sucede que es también a David a quien debo en gran medida el último que he dado. Le debo a ese maravilloso hombre -que después se fue haciendo grande, serio y discreto, y por el que ayer me desperté llorando- el tiempo para regresar a México y luchar por seguir el camino que me abrió su librito de lomo azul. Al mismo hombre que sin mediar palabra y sin interrogatorios sobre su devolución me facilitó el dinero para ajustar mi vida un par de meses y poder así postularme al doctorado.

De alguna y de muchas maneras le debo a quien iba por mi al colegio, a quien me enseñaba a conducir motocicleta, a quien bailaba conmigo hasta el cansancio, a quien bromeó todo el recorrido de esa cálida mañana bogotana mi dedicación y mi estudio en los próximos cuatro años, y finalmente le deberé siempre la incapacidad para contestar preguntas sobre mi futuro económico o laboral.